jueves, 27 de octubre de 2011

Gimme shelter

Llegó el Otoño. O el Invierno. En Madrid no hay término medio, pasamos de las sandalias a las botas, o blanco o negro, o calor o frio. Ahora toca lo último. Y la lluvia. Pero no hay que desesperar, tenemos un refugio donde resguardarnos, donde olvidarnos de la temperaturas y sentir la calidez, el colorido y la energía de Eugène Delacroix.
Este paraíso se halla en Caixaforum, donde se expone la primera gran retrospectiva del pintor en España. Comienzo a ver las obras y los recuerdos de mis clases sobre Arte del siglo XIX se suceden continuamente: esos tonos, esas composiciones, esas pinceladas empastadas, el dramatismo, la teatralidad de los temas, el movimiento, la importancia de la literatura y, especialmente, eso tan extraño denominado “orientalismo”.
Estar frente a la Muerte de Sardanápalo, aunque sólo sea un boceto, es realmente espectacular. Los ojos no pueden detenerse, recorren caprichosamente el lienzo una y otra vez, en un vertiginoso remolino de sangre y sexo. La verdad es que, al lado de esta obra, Grecia expirando sobre las ruinas de Missolonghi resulta un tanto insípida. La salva ese charco de sangre sobre el sillar en primer plano, junto con el brazo cadavérico, gentileza de Gericault.
Si bien una ya ha sido seducida por esos esbozos, esos estudios de ropajes marroquíes, por esos oficiales del ejército turco y griego enzarzándose en una lucha para la posteridad, por ese furor de tonos rojizos, dorados, verdes y azules, donde realmente quedo rendida es en Mujeres de Argel. Y no será porque resulte novedosa la temática, la composición ni los colores. Lo es porque se trata de una ficción tan grande que la creemos verdadera.
Esas señoritas, blancas como la nieve, visten lujosas vestimentas y llevan riquísimas joyas. Pero se aburren, están tiradas por el suelo, con apenas dos cojines sobre los que apoyarse. Una cachimba en el centro nos informa que estamos ante un tema “oriental”, heredero de las odaliscas de Ingres. Y esa esclava negra, de espaldas, que no sabemos si se está yendo o les está diciendo algo a estas damas, será la que años más tarde aparezca entregándole un ramo de flores a la Olimpia de Manet. Así imaginaba Delacroix los harenes orientales, gineceos abiertos sólo al dueño del palacio y, por tanto, cerrado al ojo ajeno.
Pero nos da igual. Es Delacroix. Y hace frio. Y llueve. Al menos él nos ofrece un sitio donde pasar unas horas al calor del lienzo. Y se agradece.

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